Un atento lector, en carta publicada aquí hace dos semanas, confesaba haberse llevado “una sorpresa desagradable” por mi utilización en un artículo del término “discapacitados”, y me sugería que lo “retire” de mi vocabulario. Le agradezco el consejo, y que me proponga en su lugar “personas con discapacidad” o “funcionalmente diversas”. Pues no, lo lamento. Ni este amable lector ni otros parecidos, con espíritu de policías del lenguaje, parecen caer en la cuenta de dos cosas: a) a un escritor (no a un funcionario ni a un notario) no se le puede pedir que renuncie a la riqueza y a la precisión de su lengua, y menos aún que adopte vocablos artificiales, nada económicos, a menudo feos y siempre hipócritas, que tan sólo constituyen aberrantes eufemismos, como si no sufriéramos ya bastantes en boca de los políticos; b) lo que molesta en general no son las palabras, sino lo denominado por ellas. Hay significados que antes o después acaban por “contaminar” o “manchar” el significante. Se juzgaron humillantes “lisiado” o “tullido”, cuando lo cierto es que existen y siempre han existido lisiados y tullidos, como también mutilados (en el metro de mi infancia no eran raros los carteles que rezaban “Asiento reservado a los caballeros mutilados”). Se forjó entonces “minusválidos”, pero al cabo del tiempo eso pareció asimismo ofensivo, y se pasó a “discapacitados”, que ahora, compruebo, es condenable. Cualquier cosa que se invente acabará por resultarle denigrante a alguien, no les quepa duda. Y, lo siento mucho, pero en español quien no ve nada es un ciego, y quien no oye nada es un sordo. Lo triste o malo no son los vocablos, sino el hecho de que alguien carezca de visión o de oído.
Lo curioso de España es que, mientras se ejerce esta estricta vigilancia de lo “incorrecto”, a nadie le preocupa que seamos un país zafio y grosero".
Lo mismo ocurre con las palabras que denominan actividades o lugares digamos “embarazosos”. “Váter”, “retrete” o “excusado”, que hoy nos suenan horteras si no groseros (nadie anuncia “Me voy al retrete”), fueron en su día eufemismos, tan neutros y carentes de connotaciones sucias que “váter” era de hecho un extranjerismo, adaptación y abreviatura de “
water closet”, es decir, de “gabinete del agua” en inglés, literalmente. El significado ha ido invalidando, uno tras otro, todos los significantes elegidos. Otro tanto sucedió con “
Negro”, en inglés un extranjerismo, un españolismo. Cuando se consideró que era peyorativo, se sustituyó por “
coloured people”, “gente de color”, hasta que eso pareció también discriminatorio, pues ¿acaso no tenía algún color todo el mundo? Entonces se pasó a “
blacks”, lo mismo que “
negro”, sólo que en inglés ahora. Pero eso tampoco duró más que unos años, y se inventó la ridiculez de “
African Americans”, que los españoles racistas (esto es, los que evitan los términos meramente descriptivos y naturales) se apresuraron a traducir, y además añadieron esa otra ridiculez de “subsaharianos” para referirse a los negros que nada tienen que ver con América. Estén seguros de que alguien protestará en el futuro: “¿Por qué hemos de especificar nuestro remoto origen y llamarnos ‘afroamericanos’, cuando los blancos no especifican el suyo y no se llaman ‘euroamericanos’? Volvemos a estar discriminados”. Y así podríamos seguir poniendo incontables ejemplos. Lo único que se consigue con esta quisquillosidad insaciable es desnaturalizar y desvirtuar las lenguas, convertirlas en algo plano, inexacto e inservible. Lo he dicho otras veces, pero se ve que toca repetirlo.
Lo curioso de España es que ,mientras se ejerce esta estricta vigilancia de lo “incorrecto”, a nadie le preocupa –qué contraste– que seamos un país inverosímilmente zafio y grosero. Cada vez que se le queda un micrófono abierto a un político; cada vez que aparecen grabaciones o
emails entre ellos o entre personas en principio educadas y con responsabilidades, nos encontramos con tacos o con alusiones sexuales de dudoso gusto: entre las más recientes, la firma “Duque de em…Palma…do” a cargo del Duque de Palma, y “Ahí has estado muy torero”, como le escribía un fulano a otro que se había jactado de tirarle los tejos a esa amiga del Rey llamada Corinna. ¿Sonamos todos así, cuando estamos en privado? Tengo amigos que así suenan a veces, y algún taco suelto yo de tarde en tarde, no voy a negarlo; pero la mayoría no, en absoluto. En realidad no hace falta rebuscar en las charlas privadas. Encendí la televisión ayer, y de buenas a primeras, en horario estelar, me saludó esta frase en una serie nacional de gran éxito: “Como me sigas haciendo chorrear, me van a salir escamas en el potorro”. No estoy muy seguro de haberla entendido, pero creo que sí, y no es de recibo, ni en un diálogo humorístico. Luego, en una tertulia, dos bestiajas muy queridas y populares me soltaron, respectivamente: “Tengo unos ovarios así de grandes y los pongo encima de la mesa”, y “Lo digo porque me sale del chichi”. Todo esto se considera normal, o incluso gracioso. Para mí es una degradación, no ya del lenguaje que todo lo admite, sino de la cortesía mínima entre personas. Esta “normalidad” sería inimaginable en Gran Bretaña, en los Estados Unidos, en Francia y Alemania, y también en Italia, que se nos parece más, pero no en esta villanía léxica deliberada y celebrada. Aquí se cree que la forma de hablar no influye en los comportamientos. A mi parecer lo hace, y mucho, y así no es de extrañar que nos hayamos convertido en un país rastrero y corrupto, que no se tiene el menor respeto a sí mismo